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El Proyecto del Senado 1282

"Se pretende imponer por vía legislativa el juicio estético", reza la columna del catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana, Andrés Córdova Phelps.

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Las opiniones expresadas en este artículo son únicamente del(a) autor(a) y no reflejan las opiniones y creencias de Microjuris o sus afiliados.

Por el profesor Andrés L. Córdova Phelps

El P. del S. 1282, aprobado por el Senado el 18 de abril de 2024 pone de manifiesto – otra vez – la jacobina inclinación de los senadores de MVC de querer imponer sus revelaciones racionalistas a expensas de la libertad individual. Ayer eran los tatuajes, las perforaciones, el pelo teñido, el acoso callejero. Hoy le toca al peinado. La efectividad legislativa de MVC no se mide en la aprobación de este o aquel proyecto- cuña en temas culturales – en este sentido su récord legislativo ha sido inocuo – sino en su consistente esfuerzo por erosionar el modelo democrático liberal de gobierno.

Según la declaración reproducida en la exposición de motivos, el proyecto persigue prohibir el discrimen en el sector público y privado contra las personas que porten peinados protectores y texturas de cabello que regularmente se asocian con identidades de raza y origen nacional particulares, justificando la medida a partir de una narrativa reivindicatoria de la historia.

No es el estilo del peinado lo que se pretende vindicar, sino la identidad de raza y origen nacional según se manifiesta en el peinado. La diferencia es crucial. No es la protección del derecho individual a la expresión – que en todo caso ya está protegida constitucionalmente – sino la expresión cultural de una colectividad según esta sea definida normativamente. La hipótesis que informa el proyecto – basta con leer la exposición de motivos – es el discrimen racial contra las personas de raza negra. No está muy claro, sin embargo, cómo una ley protectora de los estilos de cabello protege a la ciudadanía contra el discrimen racial.

En el fondo, el proyecto destila una concepción instrumentalista del Derecho, visto a través del lente del proceso político. Desde esta perspectiva, la legalidad es concebida desde su finalidad, sin darle importancia a cómo incide sobre otros aspectos de nuestra vida en sociedad. En una democracia de corte liberal – por definición falible, escéptica – nada más peligroso que el dogmatismo metafísico. La reclamada absolución de la historia desemboca en la negación del presente.

Si bien es cierto que el Derecho como disciplina requiere ponderar la finalidad de toda norma, su propósito, ello no agota el análisis. También es necesario pensar la norma desde sus limitaciones. Toda norma supone una exclusión, un discrimen. La legalidad, aunque necesaria, es una limitación a la libertad. Esta es su marca de Caín.

La deseabilidad o indeseabilidad de tal limitación no es dada por la propia ley, sino por los valores y creencias que informan a sus promotores. En todo grupo humano, desde sus formaciones más elementales hasta las más diferenciadas y estratificadas, nunca hay absoluta correspondencia entre las voluntades individuales. La diferencia de opiniones e intereses late en todo acuerdo, en toda creencia compartida. Todo consenso social se obtiene a expensas de suprimir las diferencias. La invocación a algún principio rector, sea Dios, la Historia o el Pueblo, constituye en el plano jurídico- político un ejercicio de legitimación. La legalidad se inserta coercitivamente en ese espacio accidentado.

Tomando lo anterior como punto de partida, la típica argumentación cuasi-silogística de los vanguardistas de la historia, la cual esta puesta en escena en el P. del S. 1282, es la siguiente:

Primero se identifica una premisa general que recoge algún principio universalmente reconocido como, por ejemplo, la dignidad del ser humano. Nadie en su sano juicio cuestionaría el principio, aunque no se sepa exactamente qué significa. La dignidad, como la justicia, es una categoría en extremo abstracta – universal, dirían los kantianos – que carece de contexto y contenido existencial. El que mucho abarca, poco aprieta.

Luego se identifica una percibida injusticia corriente y se contextualiza desde la generalidad, apelando a los sentimientos y afecciones populares. Todos sabemos que hay prejuicio racial, por lo tanto – va el razonamiento – tiene que haber discriminación por razón del peinado y los estilos de cabello. El pre-juicio compartido, anecdótico, es la justificación de la norma. Brilla por su ausencia la premisa intermedia, los hechos específicos empíricamente constatables de una práctica social generalizada que requiera tal legislación.

Acto seguido se concluye con la rasgadura de las vestiduras, y de la proclamación de la defensa de los derechos humanos. Si se va a limitar la libertad de obrar de las personas lo menos que se puede pedir es que esté basado en hechos constatables y generalizados, y no en meras conjeturas y opiniones producto de la construcción ideológica de la realidad.

La narrativa del proyecto P. del S. 1282 lee como una monografía para un curso universitario y no como una exposición basada en hechos concretos e instancias generalizadas que justifican la imposición de una norma que incide sobre la voluntad individual. Más allá de la preocupación filosófica, queda en el tintero la discusión y la evidencia sobre la necesidad de la norma, del genuino problema del discrimen racial, y cómo esta norma va a lograr atender este histórico problema. A riesgo de señalar lo obvio, no toda legislación que ondea la bandera de la lucha contra el racismo constituye una lucha contra el racismo. A veces son otras habas las que se cuecen.

El peinado o estilo de cabello es una decisión eminentemente personal que se da dentro del ámbito de la autonomía individual. Cada persona tiene el perfecto derecho de ponerse los tatuajes que quiera, pintarse o usar el pelo como desee, sin intervención de terceros o del Estado. También los calvos tiene derecho a la igual protección de las leyes. Mutatis mutandi, en el ejercicio de esa misma autonomía individual, otras personas no tienen por qué gustarle o ajustarse a los gustos de otros. Imponer su protección específica por ley, máxime cuando ya están subsumidas en otras normas – como acertadamente objetó el Departamento del Trabajo y Recursos Humanos al proyecto – es una intromisión injustificada del Estado en el ejercicio de los derechos individuales.

He aquí el verdadero y peligroso nervio del proyecto: se pretende imponer por vía legislativa el juicio estético, con miras a vindicar una ideología política de debatibles suposiciones. No le corresponde al Estado intervenir para dictar cómo deben los ciudadanos responder a la cabellera de cada cual. Supongo que en algún futurodistópico se prohibirá el taparse los oídos para no escuchar el boceteo de un Bad Bunny tarareando algún gerundio desenfrenado.

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