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COLUMNA – Mínima juridicæ: apuntes al artículo 1 del Código Civil

Columna del profesor Andrés L. Córdova Phelps.

Por el profesor Andrés L. Córdova Phelps

Esta ley se denominará como “Código Civil de Puerto Rico”, que por ser de origen civilista, se interpretará con atención a las técnicas y a la metodología del Derecho Civil, de modo que se salvaguarde su carácter.
– Artículo 1 del Código Civil (2020)

Esta introducción estatutaria al Código Civil, innecesariamente prescriptiva, levanta toda una serie de interrogantes que habrán de perseguir al texto a lo largo y ancho de todos sus artículos. Recuerdo el letrero a la entrada al infierno de Dante: Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate.

La primera frase del artículo lee: “Esta ley se denominará como Código Civil de Puerto Rico…”, igual al precepto del Código Civil de 1902, enmendando el artículo del Código de 1889. De haberlo dejado ahí, no habría necesidad de mayor comentario. La parquedad también tiene sus virtudes.

Acto seguido, sin embargo, se añade: ”…que por ser de origen civilista…” ¿Qué ha de entenderse por esto? Ese reclamado origen, tanto en su sentido histórico como gnoseológico, ¿cómo ha de articularse? Cuando alude a la tradición civilista-continental – en oposición implícita a la tradición anglo-americana del common law – ¿habrá que asumirla como uniforme, homogénea, contraria inclusive a su propia historia?

Este pronunciamiento de dudoso conceptualismo le impone un contexto a-histórico jurídico al lector-interprete del texto. La frase “origen civilista” arrastra una accidentada y conflictiva historia cuyo significado es equívoco y ambiguo, pasando por el derecho romano hasta las codificaciones decimonónicas. Si algo arroja ese proceso histórico es que no hay un jardín edénico civilista. Este postulado, de claroscuros políticos e ideológicos, enturbia nuestro acercamiento al fenómeno jurídico en Puerto Rico y al rol protagónico que la jurisprudencia y las controversias constitucionales han tenido en la articulación normativa del Derecho Privado.

Anticipándonos, el artículo 2 del nuevo Código Civil, expresamente le asigna a la jurisprudencia un papel “complementario” en la articulación normativa de nuestro ordenamiento, aun cuando reconoce el papel decisivo del Tribunal Supremo en establecer la doctrina. Esa disyuntiva forzada entre la jurisprudencia (hay que suponer que se refiere a las opiniones y resoluciones de los tribunales de menor jerarquía) y la doctrina articulada por el Tribunal Supremo se hace un poco difícil de entender, particularmente dado el uso y significado que se la ha dado al término “jurisprudencia” en nuestro entorno lingüístico-jurídico. Desde la perspectiva de un tribunal general de justicia, los pronunciamientos jurisprudenciales atienden toda clase de controversias, que inevitablemente imbrican las diversas áreas del derecho, no solo aquellos de “origen civilista”. El principal defecto formal de la aproximación propuesta en el articulado es que invita la producción fragmentada y aislada de los pronunciamientos judiciales, segmentando el análisis en atención a la tradición jurídica bajo inspección. Dejamos para otro día la discusión sobre si éste acercamiento conceptual también debe serle de aplicación al Tribunal Supremo en su producción jurisprudencial. Esta aproximación es a todas luces insostenible como práctica hermenéutica, la cual tiene como norte una lectura textual coherente e integrada.

La frase que le sigue, “…se interpretará con atención a las técnicas y metodología del Derecho Civil…”, es igualmente problemática. En primer lugar, el precepto reconoce la necesidad de la interpretación, aunque no precisa exactamente qué significa eso o cómo se efectúa. No hay peor norma que la que no dice nada. La episteme de la interpretación, y de los diversos y difíciles problemas jurídicos que suponen su ejercicio en el contexto constitucional de la separación de poderes en un sistema republicano de gobierno (el cual, hay que subrayar, no es de origen civilista), ponen en entredicho la directriz del precepto. Dada la intrínseca porosidad semiótica del lenguaje, el ejercicio de la interpretación siempre está expuesto a diversas aproximaciones textuales que con mayor o menor persuasión postulen las diversas corrientes hermenéuticas. A modo de observación tangencial, los artículos 19 a 27 del Código Civil , que reproducen en gran medida los preceptos del Código Civil anterior, no pasan de ser pronunciamientos de principios hermenéuticos generalizados aplicables bajo cualquier metodología. Me temo que hay cierta ofuscación conceptual cuando se hace referencia a técnicas y metodologías del Derecho Civil, sin especificar exactamente en qué consisten.

Sobre los problemas de metodología, el relativamente reciente caso Burgos López v. LXR/Condado Plaza Hotel & Casino (2015), es ilustrativo de sus diferentes aproximaciones. En este caso – bajo el Código Civil anterior – el Tribunal Supremo atendió una controversia sobre el alcance de una cláusula de relevo de responsabilidad y acuerdo de indemnización en un contrato redactado en inglés entre un contratista y el dueño de la obra. Específicamente, la controversia giraba sobre la obligación contractual del deudor de pagar por los servicios de un abogado de la parte indemne previo a una determinación de negligencia. El análisis jurídico la opinión mayoritaria recurre al derecho angloamericano y la forma y manera en que se han interpretado estas cláusulas contractuales en los Estados Unidos, para acoger su validez y alcance, y aplicarlo aquí en Puerto Rico. La opinión concurrente, en cambio, estima que si bien es perfectamente aceptable dar una mirada al derecho angloamericano a modo de derecho comparado, la controversia debió ser resuelta bajo principios civilistas y nuestro Código Civil. La diferencia fundamental metodológica entre ambas opiniones reside en si debe ser resuelta de conformidad a los principios contractuales derivados del common law o del derecho civil.

La discusión sobre si Puerto Rico es una jurisdicción de derecho civil o common law no es exclusivamente un debate jurídico. Al interior, lo que supone esta discusión es una valoración de las tradiciones normativas, y por tanto políticas, que rigen en Puerto Rico. Una constante en la educación jurídica de aquellos que se formaron bajo la larga sombra del Tribunal de Trías Monge es la reivindicación del llamado “derecho puertorriqueño” frente a la llamada intervención jurídica del common law, propio de las primeras seis décadas del siglo XX. No es difícil advertir en esta dicotomía la expresión ideológica de una élite intelectual y académica criolla que busca retener y reforzar sus privilegios de intercesión e interpretación de nuestra realidad.

Desde la perspectiva metodológica, la diferencia fundamental entre el common law y el derecho civil consiste en su manera de aproximarse y articular la norma jurídica. La intuición del derecho civil es que la naturaleza humana y su conducta son lo suficientemente predecibles a lo largo del tiempo que es posible anticipar una norma general que la atienda. La función del adjudicador es aplicar la norma, no crearla, como advierte el artículo 19 del Código Civil. Conceptualmente al menos, el derecho civil privilegia la uniformidad y la estabilidad normativa a través de su codificación. La dificultad surge cuando la realidad se impone sobre nuestras ficciones jurídicas y la conducta humana rehúsa entrar por el embudo de nuestras expectativas normativas.

La intuición del common law, por otro lado, es que cada caso es único, y cada situación tiene su particularidad que requiere de la articulación normativa por el juzgador para asegurar los fines de la justicia. En este sentido el common law como método es reaccionario. Su dificultad conceptual surge cuando surgen los reclamos de igualdad por aquellos que están en circunstancias análogas. La figura del stare decisis viene a llenar esa laguna. La justicia encuentra su límite en la igualdad.

Ambas tradiciones jurídicas (las cuales no son excluyentes entre sí en su aplicación metodológica) y el desarrollo de sus instituciones, por supuesto, responden a sus contextos históricos, a los reclamos de sus respectivas sociedades a lo largo del tiempo y espacio. Hoy día, en las llamadas jurisdicciones del common law, la inmensa mayoría de sus normas jurídicas están debidamente estatuidas y la función judicial está enmarcada por ellas. En las jurisdicciones de derecho civil, se ha ido reconociendo la importancia de la función judicial de esclarecer el sentido y alcance de la norma jurídica, en ocasiones articulándola por vía de la interpretación. En este contexto, Puerto Rico es una jurisdicción híbrida – la burundanga palesiana para algunos – en donde el derecho civil posee gran vitalidad en el campo del derecho privado.

En el campo del derecho público, en cambio, la normativa angloamericana necesariamente se ha ido cimentado a lo largo del siglo XX y XXI. En este contexto hay que destacar, por ejemplo, el caso Obergefell v. Hodges (2015), en donde el Tribunal Supremo de los Estados Unidos atendió la controversia sobre el matrimonio de personas del mismo sexo, y el cual acentúa el desplazamiento de nuestra normativa civil en materia de matrimonio a favor de los derechos constitucionales de los ciudadanos. Si el artículo 2 del Código Civil 2020 reconoce a la Constitución (aunque no precisa cual) como fuente de derecho en nuestro ordenamiento, y se reconoce al Tribunal Supremo como su último intérprete, hay que admitir que sus pronunciamientos en materia de derecho civil en el cual inciden los derechos constitucionales son fuentes de derecho, y que sus ejercicios de interpretación no están limitados por las técnicas y metodología civilista, sea cuales puedan ser esas.

Toda esta discusión e imprecisión normativa bien se hubiera evitado con meramente disponer en su Artículo 1 el nombre de la ley, sin más. La ley, como el pez, muere por la boca.

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