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COLUMNA – Alargar las licencias remuneradas de maternidad y paternidad

El Lcdo. Jaime Sanabria abre la discusión sobre las licenciadas remuneradas de maternidad y paternidad.

Por el licenciado Jaime Sanabria (ECIJA-SBGB)

Decía Freud que la anatomía era el destino, uno de ellos. Se refería al cuerpo que le había correspondido a cada uno y a su capacidad para cuidarlo y mejorarlo. Parafraseando al checo, podría decirse que también la demografía es el destino, en este caso, el de cada país, región, territorio.

Una de las premisas de la mayoría de los grandes imperios de la historia, y de las potencias del presente, ha sido y es contar con una demografía con la que nutrir a ejércitos, extraer recursos y fomentar una elevada productividad para prevalecer sobre los restantes territorios.

El momento actual de la historia parece una paradoja, en lo que concierne a la población mundial, con un incremento global sostenido, como jamás se había visto (cada día el planeta cuenta con 205,000 nuevos habitantes, circunstancia que propicia que ya sobrepasemos los 8,000 millones de inquilinos humanos en la Tierra), pero con unos visos de descenso de la natalidad, y un elevado envejecimiento de la población, que han puesto en alerta a demógrafos y estadísticos, especialmente en Occidente.

Aunque también algunos países del sudeste asiático comienzan a verse afectados por una epidemia de baja natalidad provocada por un abanico de causas socioeconómicas que, aunque presentan alguna causas globales como la plena incorporación de la mujer al mundo del trabajo, también exhiben otras locales, derivadas de las singularidades geográficas y de las políticas de fomento de la natalidad de los respectivos Gobiernos.

En Puerto Rico, la tasa de natalidad ha descendido también, y lo sigue haciendo de manera alarmante, con unos índices que se sitúan muy por debajo de otros países limítrofes, como Cuba y República Dominicana, sin que se aviste una tasa de reemplazo laboral a corto plazo. Si a ello le añadimos una emigración desbocada, la injerencia de la Junta de Supervisión Fiscal, la fragilidad de las infraestructuras tras Fiona, debilitadas tras el paso de Irma y María, el futuro de nuestra isla, incluso a corto plazo, no resulta muy esperanzador, incluso, para un optimista irredento como el que suscribe.

La reducción de natalidad no es sino una consecuencia más de la depauperación general que sufre un Puerto Rico atado de pies, manos y presupuestos por nuestras circunstancias económicas, sociales y políticas, las cuales socavan nuestras raíces y nuestra autoestima como nación con personalidad propia.

Tampoco estamos exentos de la ola interplanetaria que contagia movimientos, actitudes, conductas a gran escala. Como apuntaba, la incorporación de la mujer al hábitat laboral ha transformado, también en Puerto Rico, la estructura familiar heredada de los tiempos en los que el hombre se ocupaba de proveer el sustento y la mujer de educar a los hijos y de mantener la casa. Y aunque la evolución del igualitarismo es progresiva y todavía preponderan algunos patrones masculinos en el seno familiar, los avances imparables de la sociedad acabarán por promover políticas destinadas a la asunción de roles parejos de maternidad-paternidad y, con ello, favorecer que el peso de la crianza no recaiga sobre la madre.

A propósito de lo anterior, debo resaltar y criticar constructivamente un comentario realizado la semana pasada por el Secretario de Salud, Carlos Mellado, quien al hacer hincapié en la problemática que presentaban los bajos índices actuales de natalidad de Puerto Rico, mencionó que «si las mujeres no quieren parir en Puerto Rico, tenemos un problema serio».

Sobre el particular, debo decir que, a mi juicio, no se trata, en esencia, de querer o no querer parir. Se trata de incentivar, de facilitar, de adecuar, de imitar a aquellos Estados que obtienen resultados favorables, que los hay, pese a la corriente adversa de la natalidad en el (mal) llamado primer mundo. Por eso, poco abona a lo que se quiere conseguir cuando se enfoca la culpa del problema sobre el colectivo –el femenino– que dispone de la solución.

Poco también abona a lo que se quiere conseguir cuando ignoramos cómo, a pesar de las medidas actuales de ayuda y fomento de la natalidad que el Gobierno de la isla ha desplegado, las tasas siguen descendiendo. Debemos ser conscientes de que el pueblo es soberano, que las parejas son soberanas, que la mujer es soberana y que, si decide no tener hijos, será porque el escenario socioeconómico y normativo no le resulta lo suficientemente atractivo o motivador.

Poco también abona a lo que se quiere conseguir cuando nos conformamos con decir que «tenemos cuidado prenatal, educación de parto saludable, tenemos programas de lactancia, programa de manutención para los niños a través de WIC, tenemos todos los programas», pero omitimos de la discusión que dichas ayudas, normalmente, solo están disponibles para aquellas personas que no trabajan y que, además, de todas formas, al día de hoy, no parecen, de entrada, suficientes para revertir la tendencia de la natalidad; como tampoco parecen, de salida, suficiente motivación para que las mujeres puertorriqueñas vuelvan a querer tener descendencia.

Esa jactancia de manifestar lo que se tiene, cuando lo que se tiene resulta paupérrimo al escanearlo con los ojos del progreso, solo incrementa la desafección de las parejas por los hijos futuros.

Necesitamos autonomía, holgura, imaginación propia. Cierto es que nuestra macroeconomía requiere, primero, de austeridad para desencallar, y después, de creatividad para explotar nuestros recursos.

Pero el dinero acostumbra a ser un estímulo favorable para tomar decisiones. A muchas parejas no les cuadran las cuentas para tener un primer hijo, o un segundo, y se inhiben a la espera de tiempos mejores o se resignan a no tenerlos. No me estoy refiriendo únicamente a ese dinero directo, insuficiente y finito, que apenas llega a las parejas que procrean; también al que nutre escuelas infantiles, ayudas en alimentación y, sobremanera, el que se debería inyectar a las empresas para alargar las licencias remuneradas de maternidad y, sobre todo, las de paternidad.

Las cifras locales de estas licencias laborales permitidas por la legislación, con motivo del nacimiento de un hijo, provocan vergüenza cuando se las compara con los países más vanguardistas en esta materia.

El tema laboral se ha convertido en troncal en este asunto. Las parejas requieren del salario de cada uno de sus integrantes para poder alcanzar unos niveles de dignidad vital y, aún en demasiados casos, el dinero apenas sobra.

Si no se refuerza la conciliación laboral y familiar, si no se facilita –en los supuestos que lo permitan– el trabajo remoto, si no se legisla a favor de la igualdad entre progenitores, si no se amplían las licencias de maternidad y paternidad (en particular, esta última), si no se teje un entramado favorecedor, per se, para facilitar la corresponsabilidad en la procreación y la crianza, Puerto Rico se verá abocado a una época oscura y meramente supervivencial.

Y para ello, se requiere tanto el compromiso de los gobernantes como la insumisión pacifista y electoral de un pueblo necesitado de sacudirse de encima a supervisores y presupuestadores de lo propio.

Puerto Rico necesita que nazcan nuevos bebés que presuman de genealogía y remplacen a esos viejos que comenzamos a ser, pero también necesita que los que se fueron desencantados se animen a regresar o, cuando menos, que nuestros compatriotas no sigan abandonando nuestra isla en busca de las expectativas vitales que no hallan aquí.

Sin revoluciones, mediante transformaciones, con la constancia como actitud, con la educación como argamasa, con el orgullo de patria chica por bandera.

Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad exclusiva de los autores y no reflejan necesariamente las de Microjuris.com. Las columnas pueden enviarse a mad@corp.microjuris.com y deben tener de 400 a 600 palabras.

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