Por el licenciado Jaime Sanabria (ECIJA-SBGB)
Cualquier innovación rupturista comienza con un rudimento que, por lo habitual, suele despertar escepticismo, reticencias y desprecios entre los «gurús» del mañana. Ha ocurrido con demasiados inventos, con innovaciones que acabaron no solo instalándose en nuestra cotidianidad, sino transformándola.
Sucedió, incluso, con el Internet, para el que no pocos expertos que se jactaban de visionarios pronosticaron su fracaso, su inutilidad, su condición de herramienta innecesaria para el progreso. La realidad es que el presente no solo no se concibe sin él, sino que su apagón generaría un colapso en la civilización que ocasionaría miles, millones de muertes multifactoriales en un corto espacio de tiempo. Y aunque su embrión data de antes, su expansión, su irradiación urbi et orbi del primer mundo se inició a mediados de los noventa. No hace, pues, siquiera treinta años de aquel aperturismo tecnológico; tan solo tres décadas, las necesarias para transformar los usos y costumbres de la humanidad, incluso su personalidad, su tejido colectivo, su ADN como civilización.
Contenida en el recipiente inasible del propio Internet, la inteligencia artificial (AI) amenaza con profundizar los cambios en los modos de relacionarnos. Aunque su presencia no es novedosa (Spielberg ya dirigió una película titulada de ese mismo modo, AI, en 2001), recientemente, sí ha acelerado su implementación, en nuestro día a día, y cada solsticio parece también estar más cerca lo que se ha dado en llamar “la singularidad”, que no es sino el advenimiento de la inteligencia artificial capaz de replicarse a sí misma, sin necesidad de la intervención humana, superando en niveles siquiera predecibles en la actualidad la capacidad intelectiva del ser humano.
La entronización de la dictadura de la AI, capaz de suplir la preponderancia de los seres humanos y de relegarlos a un rol de servidumbre, parece todavía un argumento de los novelistas de ciencia ficción más delirantes, pero no cabe duda de que, cuando menos, la era del transhumanismo, entendida como la transformación de la condición humana mediante la asunción de una tecnología multiplicadora de sus capacidades, cada vez está más cerca.
Como también parece estarlo la época en la que los sapiens, nosotros mismos, los homos victoriosos sobre el resto de los homínidos (denisovanos, florensis, neandertales…), por nuestra capacidad para construir mitos y comunicarnos a través del lenguaje, nos veamos obligados a compartir el futuro –y a competir por la supremacía– con otros homos surgidos del desarrollo exponencial de la tecnología en el área de la robótica antropomorfa que propicie que los robots del mañana sean capaces de reproducirse a sí mismos –de nuevo sin la intervención humana– creando especímenes cada vez más sofisticados, más invulnerables, con inteligencias superiores, ¿incluso con conciencia y con(s)ciencia propias?
No voy a hipotetizar más sobre los conflictos y las transformaciones de toda condición que se ciernen con esas perspectivas de tecnologización.
Pero como el futuro es un estado transitorio que comenzó a escribirse ayer, recientemente, un juez colombiano ha admitido expresamente que utilizó parcialmente el programa de AI ChatGPT, el más evolucionado y a su vez el más popular, para redactar y emitir un sentencia judicial.
Según el juez presidente del juzgado primero de circuito de la ciudad colombiana de Cartagena, “el propósito de incluir estos textos producidos por AI no es de ninguna manera el de reemplazar la decisión del juez. Lo que realmente estamos buscando es optimizar el tiempo dedicado a redactar sentencias después de corroborar la información proporcionada por AI”.
La aludida cita, procedente del propio juez, parece indicar que la herramienta solo le facilitó la redacción de la sentencia haciendo más extensivos los argumentos de derecho que apoyaron la decisión final, pero que, en ningún caso parece –y me redundo conscientemente en la utilización de este verbo–, que haya suplido a la capacidad ética y humana del juez para dictar la decisión atendiendo a las conclusiones de las partes y a la aplicación personalizada del derecho fruto de su conocimiento de las leyes y su capacidad para transmutarlas en sentencias.
El programa carece, todavía –y enfatizo el todavía– de comprensión real sobre el texto, solo sintetiza y coordina los fragmentos que entiende procedentes, o mejor probabilísticos, en virtud de los múltiples algoritmos que lo entraman y los millones de ejemplos utilizados para entrenar el sistema.
Como no podía ser de otra manera, los especialistas en ética de AI han criticado con dureza su utilización para este menester, pero ellos suelen emitir sus impresiones con visión cortoplacista, amparados en su perspectiva del presente, por considerar que el sistema no está lo suficientemente evolucionado para tener en cuenta matices de índole racista, xenófoba, sexista o cualquier otro sesgo que juzgan solo discernible por una mente humana, judicial en este caso.
Sin embargo, esto se atisba solo como el comienzo de una nueva era, también en la justicia; en todos sus estamentos, tanto en los que toman las decisiones (jueces, magistrados, árbitros, jueces administrativos …) como en quienes aportan la argamasa de los argumentos legales para que estos las tomen (abogados esencialmente).
Podemos inferir, a tenor con el desarrollo exponencial de otras herramientas informáticas a lo largo de la historia reciente, que el programa ChatGPT está aún en pañales, que podría ser comparable a la primera Mac, que cada versión ha multiplicado, y seguirá multiplicando, la capacidad de la anterior por ene veces; que dentro de tres, cinco, diez años, la capacidad de computación y de “humanización” del sistema hará palidecer a la actual que, pese a saberla embrionaria, no deja de asombrarnos. No me atrevo siquiera a imaginar los límites de este tipo de herramientas dentro de treinta años, los mismos mencionados de los que data la popularización del Internet.
En lo que concierne a la profesión de abogado, que es la que me trae hoy a esta reflexión, debemos mantenernos en primera fila, sin señalar las lógicas carencias y limitaciones del presente del programa, porque si nos centramos en desprestigiarlo, en ensalzar la capacidad de los cerebros naturales frente a los artificiales, la evolución geométrica de la tecnología nos va a dejar desnudos, voceando nuestra pretendida sapiencia legal absoluta y nos va a deportar, sin pretenderlo de nuevo, a la caverna de Platón, anclados en el mundo de las ideas, ajenos al de las cosas.
Solo cabe situarse a la vanguardia, porque esa debe ser la única agenda para no quedar rezagados, permanecer atentos a lo que se mueve, con las pupilas puestas en los pioneros, aprovechando las virtudes ya existentes de la AI, aquellas capaces de complementar las capacidades humanas, también en lo que concierne a la cohesión textual y al detallismo argumentativo que pueda provenir de herramientas de AI.
Conviene adoptar la maleabilidad –la cerebral, pero sobremanera la personal– como principal característica para la adaptación, y conviene hacerlo sistemáticamente, como una rutina, porque si el entrenamiento de mañana se deja para mañana, se corre el riesgo de anquilosarnos y no poder seguir el paso siquiera del hoy.
Cuando en el balompié hace pocos años tan solo apareció el VAR (sistema de videoarbitraje), para revisar y sugerir modificaciones en las decisiones de los árbitros, los recalcitrantes vociferaron en contra de su implementación porque destruiría el espíritu del fútbol. A día de hoy, nadie discute una jugada porque la trigonometría no admite interpretaciones.
En algunos torneos de tenis, desde hace apenas dos años hasta el presente, han desaparecido los jueces de línea sustituidos por programas de visión inteligente. En el último Grand Slam, celebrado en Australia, el número de errores de «la máquina» fue de… cero. Ningún tenista protesta ya sus decisiones y el tenis de primer nivel sigue despertando la misma pasión que antaño.
Los ejemplos nos abruman. «La máquina» solo ha ayudado al juez colombiano que no solo se ha atrevido a utilizarla, sino a confesarlo, a tomar una mejor decisión. El caso de la AI, en nuestro día a día jurídico, parece listo y sometido para sentencia.
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